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Blog acerca de la psicología de la vida cotidiana. Reflexiones en torno a porqué somos como somos, qué nos impulsa a actuar, a sentir o pensar de un modo que a veces nos sabotea y que nos mueve en el teatro del mundo.



martes, 27 de septiembre de 2011

La mirada del otro





Cuando era más joven, en un tiempo que parece ya de otra vida o de otro ser, acudía con frecuencia a las salas de cine de México D.F. Allí descubrí que los conciudadanos de esa ciudad a veces purgatorio y otras celestial (pero siempre infierno si se miraba bien), tenían una extraña costumbre. Podían entrar a mitad del film, o casi al final y después seguían en la sala durante la siguiente sesión, hasta el punto en el que había arrancado para ellos la película.

Así, si el fotograma inicial mostraba un tipo que sopesaba arrojarse por el acantilado y ser engullido por un mar embravecido, esa escena, así (y las que seguían), carecía de sentido, de historia, de explicación. Y había que esperar a la siguiente sesión para entender qué sufrimiento, locura o sinsentido le había colocado al protagonista al borde de la muerte. Al final, ellos también comprendían al personaje, más tarde, mientras yo callejeaba por las avenidas repletas de smog y otras maravillas.

Así es la psicoterapia también. Existe un fotograma inicial: alguien se sienta en el sofá, narra su malestar, su sufrimiento, su duda o lo que fuere y necesito rebobinar, ir al comienzo de su historia (de la película). Si bien es cierto que el punto de partida es incierto (no hay créditos o alguna música que suena cuando uno es concebido), que su historia puede regirse con un guión en el que colaboran padres, abuelos, la genética, el azar o vaya usted a saber.

Y yo tengo ahora un cliente que no me mira a los ojos. Que habla con monosílabos a pesar de que recién entró en la adultez. Un chico que es obligado a hacer terapia por ley (le pillaron haciendo pintadas a los trenes). Un joven que no mira a los ojos (sólo a la raída alfombra del despacho), que vive en el silencio, que no tiene historia, carente de narrativa, vacío como un cántaro, sin emociones.

Reina en mí el desconcierto. Un chico sin mirada, pienso, y decido llamar a los guionistas, esto es, a los padres en busca de repuestas (pues entré en la última sesión del día y por la mañana la película habrá sido retirada por su escaso éxito).

El padre se niega a acudir, lo cual ya brinda información. La madre narra su deambular con el chico por centros psiquiátricos, pedagogos, otros psicólogos sin interés por el último fotograma de una oscura sala de cine. No sabe qué le sucede al chico. Me encomiendo al patrón de los psicólogos, invoco al espíritu de Colombo incluso y pregunto movido sólo por la curiosidad más desoladora. La madre habla de que el chico cambió cuando nació su hermana. Tras algunas cuestiones, me percato que no me sirve la hipótesis. ¿Qué ocurrió en esa época? No sabe. Me lanzo: hábleme de sus problemas de pareja. Curiosamente se hallan en una profunda crisis que se remonta a las fechas en las que el chico no puede afrontar los estudios. Hay peleas desde hace años que piensa, ingenuamente, que no son percibidas por el muchacho. Ocurre, está claro, que el joven sintomatiza, su rendimiento escolar cae como la bolsa en estos días. Acontece que el chico teme la separación de los padres, que es expuesto a violencia en el hogar, que se angustia y no recuerda cual es la capital de Bulgaria ni procesará cómo se hace una regla de tres. El padre, ajeno, ciego diría, le empieza a tachar de estúpido, sin cesar. No sirves, eres tonto, todo con cientos de variantes a lo largo del tiempo, de años.

El chico sin mirada es un chivo expiatorio, es censurado por todo, es criticado si dice a o si dice b. No hay contención, no se toman las emociones como signo de nada (sólo de debilidad o enfermedad), es una familia vacía, funcional sólo en lo que se trata de la supervivencia física de los menores.

El muchacho aprende que no puede hablar más que de estupideces (el tiempo, el fútbol), de nada personal que pueda ser usado como un boomerang. Se esconde tras el silencio: si no se habla no se brinda material a la crítica (más vale seguir en silencio y parecer idiota que abrir la boca y despejar todas las dudas, decía Groucho Marx). Se hace un mago, un Houidini, en el uso de los monosílabos, los silencios, en el manejo de secretos, las evasivas y los encierros en la habitación. Pero necesita algo más, y lo obtiene tal vez sin saberlo: no mantener la mirada, no mirar a los ojos. No se puede hablar con alguien que no te mira a los ojos. Y lo logra, levanta el muro perfecto hecho de silencios y no-miradas. Logra la paz en el hogar, le dejan por imposible, levanta un muro infranqueable a la crítica, a los que teme, a las figuras de autoridad, una pared imbatible ante quienes desean conocerle y tal vez dañarle.

Entonces comprendí que lo que necesita (tarea formidable) es aceptación, perder el miedo a quienes no van a dañarle. Sólo así podrá devolver la mirada: armado de la certeza de que no va a ser herido, de que no es alguien despreciable o con la certeza de que las palabras necias que oye hablan de los otros y no de uno mismo. Sólo así podrá iniciar la construcción de su historia, la demolición del muro, la devolución de la mirada.

Día a día, en la fortaleza del despacho va mirándome un poco más. Y a veces sonríe.



martes, 13 de septiembre de 2011

Un barquito chiquitito...



El otro día le cantaba a mi hija una canción de la infancia que mi madre me enseñó cuando yo era un niño. De vez en cuando la nena la entona, yo le sigo, bailamos y reimos al finalizar. Luego, no sé por qué, busqué la letra de la misma en internet y me di cuenta que mi memoria me había jugado una mala pasada (en realidad la memoria es algo fluctuante, nunca una fotocopia de la realidad, como algún día hablaremos) y que me había inventado la mitad de la canción. "Qué horror" pensé. Pero ya no hay modo de resolverlo, a la nena le gusta y si trato de corregirla me mira con cara de "No es así, déjame que te enseñe" y la repite como la aprendió. Bueno, pensé, tampoco es tan importante. Es como la comida o los sitios que uno ama, son los de la infancia aunque el plato esté cocinado de un modo que deje que desear o los paisajes sean horrendos (si se les compara con aquellos lugares que uno tiene la suerte de visitar de adulto, es como dice Sabina "(...) Igual que el sabio que no cambia Paris por su aldea").


Y entonces concluí, más con la cabeza de psicólogo que de padre (si es que puedo establecer tal distinción en mi caso) que eso era al fin y al cabo una anécdota supérflua. Sin embargo, y esto sí que no es algo baladí, pensaba en aquella cantidad de cosas que enseñamos a los hijos sin conciencia de error. Hay que hacer un alto en el camino, malabarismos mentales y ejercicio de autoconciencia para percatarnos de que día a día transmitimos una gran cantidad de información sin que nos lo propongamos de un modo, digamos, consciente.


Los hijos aprenden un modelo de pareja observando el modo en el que se relacionan los padres. Aprenden si son seres queribles a través del trato directo con ellos, del afecto que se les brinda, de las palabras que se les transmite, de las conductas que ejecutamos (y cuidado con las incongruencias entre lo que decimos y hacemos). Aprenden a predecir y controlar el mundo a través de las rutinas que se llevan a cabo o se obvian. Aprenden que el mundo es seguro a través de nuestra disposición y presencia para con ellos. Aprenden a pescar en río revuelto (antesala, por ejemplo, de un trastorno oposicionista en la adolescencia) si perciben disparidad de criterios en los cuidadores. Aprenden, si son frustrados, que el mundo no está a su disposición (y viceversa).


Los hijos necesitan pocas cosas (pero complejas de lograr): un buen apego, afecto, contención, orden y orientación y a veces no podemos brindarlas todas por causas dispares. La mayoría de las veces que los menores presentan dificultades emocionales deben buscarse las causas en la naturaleza de sus vínculos fundamentales, en la familia. Es muy fácil enseñarles una canción con la letra errada. A veces eso no importa. Otras sí.



viernes, 9 de septiembre de 2011

Presentación



Es una obviedad afirmar que son los hilos los que mueven a los títeres en su función, pero desconocemos la razón por la cual nosotros, en el teatro del mundo, actuamos, sentimos o pensamos de un determinado modo. Esa es la razón de ser de la psicoterapia: el viaje al interior de uno mismo. Todo lo que se necesita para partir es curiosidad y dejar de lado el miedo.

Si se experimenta curiosidad es porque ya hay una ínfima conciencia de uno mismo, de su propia historia, de sus necesidades, de sus heridas y de sentirse inmerso en un bucle del cual no se encuentra la salida.

Y ausencia de un miedo paralizante porque este es un factor que impide que una persona acceda a la terapia. Es miedo a saber qué encontrar (semejante a la fantasía que surge en algunos cuando se está lejos de casa, en un destino exótico de que te roben o te enfermes de malaria, por un decir), a toparse con fantasmas del pasado, temor a concluir que se precisan cambios... Porque el ser humano posee la dudosa capacidad de acomodarse a la incomodidad. Una vez Walter Riso me dijo: "Cuando uno está en la piscina con la mierda hasta el cuello, lo único que importa es que no se hagan olas". Una gran verdad vinculada con el temor a iniciar una psicoterapia.



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